Morriña no significa pereza, por favor.
Cuando necesito que el televisor me surta de dopamina recurro a Farmacia de Guardia o a las Chicas Gilmore en lugar de a cintas futuristas como Avatar o El Planeta de los Simios.
De pequeña me encantaba Farmacia de Guardia. Siempre tuve una tendencia prematura a percibir la nostalgia cuando aún era presente. Recuerdo, en la misma línea, oler las postales que mi abuelo me escribía por mi cumpleaños o agarrar fuerte su mano cuando nos recogía en la puerta del colegio porque sabía que, aunque de una forma muy lenta y sigilosa, se estaba escapando. Pues igual yo ya con 6 años intuía que en los negocios locales iban a dejar de conocerte o que los niños íbamos a dejar de poder hacer la tarea mientras los padres, por ejemplo, despachaban y que íbamos a necesitar o de su reducción de jornada o de un profesor particular. Lo que más me fascinaba era la pequeña mesita de camilla en la trastienda de la farmacia, un artefacto de conciliación perfecto totalmente improvisado, que se contrapone al actual imperativo de una mesa de estudio por cada hijo en casa para garantizar el rendimiento académico y blindar la inteligencia emocional.
Mi cariño a la mítica serie se extiende a mi fascinación por las farmacias, mercerías, ferreterías y todo tipo de tiendas de barrio de pequeña dimensión que venden productos con márgenes de ganancia ínfimos, como tornillos o alfileres, pero en los que la atención de sus dependientes te procura una experiencia única de venta, basada en la cercanía y la efectividad, totalmente alejada del mercado saturado e impersonal de las grandes corporaciones.
La actriz Concha Cueto es en esta serie pura inspiración, tanto estéticamente, con look sobrio y clásico, como en su personaje; mujer con estudios superiores y negocio propio, divorciada y sin ninguna pretensión de resultar ni dulce ni sensible, madre entregada y jefa ejemplar, lidiando con tres hijos cafres sin dramatizar y gestionando una relación inestable con un exmarido al que quiere, pero lejos, por su promiscuidad y ludopatía.
Según escribo esto siento que igual parece que estoy haciendo algún tipo apología de un tiempo pasado o de un tipo de sociedad en la que muchos de los derechos que actualmente tenemos adquiridos eran aún ideas locas de unos cuantos perroflautas. Farmacia de Guardia se emitió entre 1991 (año en el que nací) y 1995, por entonces solo se podía abortar por tres reducidísimas razones, se fumaba en espacios públicos, se montaba en moto sin casco, no estaba reconocida la violencia de género y no estaba permitido el matrimonio homosexual.
Pero tengo como propósito, para no convertirme en una suerte de ser inerte y politizado, escuchar y expresar mis emociones guardándome de identificarlas con ninguna ideología, ni temer que aquellos que me lean las interpreten de manera sesgada, relegándome a algún extremo viciado del espacio político-moral, para encontrar el sitio en el mundo que pretendo, el de escritora comprometida únicamente con la pura percepción y la correcta reproducción de aquello que siento y presencio. No juzgarme a mí misma, como primer paso para evitar que me juzguen, o que, al menos, no me importe que lo hagan.
Llegados aquí podría seguir el hilo de mi texto hacia distintos asuntos que he abordado y sobre los que tengo argumentario propio:
La actual cultura de tener tantos hijos como másteres, bodas y afición por el esquí puedas pagar, de la que no participo, ya que yo ya he tenido más descendencia de la que me puedo permitir.
Las terribles consecuencias de la globalización sobre un mercado cada vez más deshumanizado en el que lo único que importa es el producto, olvidándonos completamente de la experiencia de compra, reservada exclusivamente para el sector del lujo.
Y el campo de minas que hay que sortear para expresarse por el simple gusto o necesidad de hacerlo, sacudiéndonos la intención de lo que queremos proyectar en los demás.
Cerraré este texto que habla sobre todo un poco y sobre nada en particular centrándome en el último punto señalado. Y os comparto textualmente, con un honesto copia y pega, una nota de mi móvil en la que divago sobre el difícil equilibrio a alcanzar entre escribir un texto con decoro y hacerlo también con franqueza:
Hay que ponerse con todo. Hay que tener un propósito, pero no dejar que la intención te lo estropee. Pasa con escribir, por ejemplo. Tienes que coger papel y boli, abrir el ordenador o tu app de notas, si quieres disponer letras, crear un relato, contar algo, tienes que tener los ojos bien abiertos a los estímulos del mundo, decidir que vas a darle la oportunidad a la realidad de revelarse ante ti. Esa es toda la intención que, a mi juicio, puede permitirse una escritura que pretenda ser buena. En el momento que quieres escribir, pero de una determinada forma, o sobre un determinado tema, tienes un alto porcentaje de posibilidades de ahogarte en tus propias pretensiones, resultando de tu aventura un texto poco elegante.
Comienzo hablando sobre nostalgia y voy a despedirme con dos aportaciones al respecto:
Tener morriña no es tener cansancio ni pereza, por favor. El otro día mientras esperaba mi turno para las uñas a primerísima hora de la mañana una chica que había madrugado más de lo habitual confesaba a su amiga tener morriña, a la par que bostezaba, confirmándose así que estaba usando la palabra equivocada y que lo que tenía no era nostalgia de su tierra natal, sino sueño.
Hay una palabra para definir la nostalgia de algo que no hemos vivido, de un pasado en el que nunca hemos estado: anemoia.
Por supuesto que hay que procurar vivir lo más anclado al presente posible, pero entre la nostalgia del pasado y la ansiedad por el futuro, a mí me parece una sensación mucho más sana y placentera la de recordar los buenos momentos vividos que la de conjeturar sobre un porvenir incierto. Por eso, cuando necesito que el televisor me surta de dopamina recurro a Farmacia de Guardia o a las Chicas Gilmore en lugar de a cintas futuristas como Avatar o El Planeta de los Simios.
¡Feliz fin de semana y gracias por leerme!